Cuarto Domingo de Adviento (Diciembre 23, 2018)

En el Evangelio de hoy escuchamos a Isabel declarando que María ha sido bendecida, al haber sido elegida para ser la madre de nuestro Señor. San Francisco de Sales dice:

Cuando Isabel declara a María como bendita, María afirma que en realidad ha sido bendecida ya que toda su felicidad proviene de Dios. Dios observa a María en toda su humildad y la exalta. María, en su humildad, se siente sobrecogida ante la maravilla de que Dios la ha hecho madre de Jesús.

Un amor lleno de exaltación hacia Dios y hacia los demás, al mismo tiempo que una humildad profunda, son los sentimientos que se agolpan de manera especial en el corazón de María. La humildad permite que María experimente la inmensa e inexhaustible profundidad de la bondad de Dios. Después de experimentar la inmensidad del amor de Dios, se percata de cuán diminuta es ella ante la sublimidad de Dios. Entonces actúa inmediatamente impulsada por su amor hacia El, diciendo: Hágase en mí según Tu palabra. Al dar su consentimiento a la voluntad de Dios, María nos da una muestra del acto de caridad mas grande que se pueda concebir. Porque en el instante en que ella accede, la Palabra Divina se hace carne. Y María, llena de una gracia infinita, desea el amor de Dios para el mundo entero.

Al igual que en el caso de María, el primer fruto que nos brinda la gracia de Dios es la humildad. La humildad nos permite experimentar el amor infinito de Dios. Al mismo tiempo, la humildad hace que nos percatemos de cuán limitada es nuestra capacidad de amar a Dios y a los demás. Mientras la gracia hace que nos inclinemos hacia la excelencia del amor divino de Dios, la humildad hace que podamos ver cómo Su amor purifica profundamente nuestro corazón ante El y sus criaturas. Al igual que en el caso de María, el amor de Dios en nosotros hace que amemos a los demás.

¡Qué buena señal es la humildad de corazón en la vida espiritual! Si somos humildes, y accedemos a que la voluntad de Dios se haga en nuestras vidas, nosotros también podemos dar a luz al Niño Jesús en nuestro corazón. Hacer a un lado los deseos de nuestra voluntad es doloroso. Pero vale la pena depositar nuestra confianza plena en la obra de Dios en nosotros, para así poder dar a luz a Cristo en nuestro corazón. Muy seguramente nuestro Salvador divino, con nuestro consentimiento, nos bendecirá eternamente y nos introducirá a la vida eterna.

(Sermones de San Francisco de Sales, L. Fiorelli, Ed.; San Francisco de Sales, Oeuvres.)