Segundo Domingo de Pascua (8 de abril de 2018)

Segundo Domingo de Pascua (8 de abril de 2018)

En el Evangelio de hoy los discípulos experimentan la verdadera presencia de Jesús después de Su resurrección. Él nos invita a que nosotros también creamos que se encuentra realmente presente entre nosotros. San Francisco de Sales observa lo siguiente:

A través la fe, Dios nos ayuda a aceptar, a comprender y a amar las verdades divinas que nos son reveladas. De nuestra parte, un acto de fe es elegir amar a Dios y a todo lo que provenga de Él. Cuando permitimos que los misterios de la revelación divina nos hablen, nuestra fe se consolida.

Cuando surgen las tentaciones en contra de la fe y de la Iglesia, hagan lo mismo que hacen cuando enfrentan otras tentaciones. No peleen con ellas. Arrodíllense a los pies de Nuestro Salvador. Díganle que ustedes le pertenecen y que necesitan Su ayuda, aún si no pueden hablar. Las tentaciones en contra la fe son una prueba como cualquier otra, y ustedes deben permanecer en calma. He visto a muy pocas personas progresar sin experimentar este tipo de pruebas. Por lo tanto, deben ser pacientes. Después de la tempestad, Dios envía la calma.

El amor sagrado le da vida a la fe. Sin duda alguna, mientras permanezcamos en esta vida, el movimiento imperceptible del amor de Dios en nosotros nos hace santos. Es el Espíritu Santo el que vierte ese amor divino en nuestros corazones. Tan pronto se trasplanta un árbol, sus raíces se extienden y se hunden en lo más profundo de la tierra que las nutre. Es sólo después, cuando vemos que el árbol sigue creciendo, que nos damos cuenta de que sus raíces se están extendiendo y que la tierra las está alimentando. De igual manera, gracias al amor divino, un corazón puede ser trasplantado de las cosas que no son de Dios a las cosas que sí lo son. Si este corazón ora fervientemente, seguramente continuará abriéndose y adhiriéndose a la bondad de Dios que lo nutrirá.

Reanimada por el amor sagrado, la fe viviente sirve a Dios; como un siervo fiel, hace todo lo que sabe y que reconoce que le agrada a Dios. Seamos siervos del amor de Dios como lo fueron los apósteles y los primeros cristianos. De esta manera seremos testigos de la presencia de Jesús entre nosotros, como comunidad viva de fe, de esperanza y del amor sagrado.

(Adaptado de los escritos de San Francisco de Sales).