Vigesimonoveno Domingo en el Tiempo Ordinario (22 de Octubre de 2017)

El Evangelio de hoy nos dice que debemos dar a Dios lo que es de Dios, y al estado lo que pertenece al estado. San Francisco de Sales observa que, para poder disfrutar de un estado justo, debemos obedecer a aquellos a quienes Dios ha otorgado la autoridad para gobernar. Sin embargo, él se enfoca más en lo que “es de Dios”, y lo explica a través del concepto de “la obediencia del amor”:

Nosotros poseemos un deseo natural de amar a Dios, que también nos dice que pertenecemos a EL. Somos como ciervos que llevan las iniciales de su dueño grabadas en la piel. Aún cuando él les permite deambular libremente por el bosque, todo el mundo sabe a quién pertenecen dichos ciervos. De manera similar, nosotros también somos libres, y nuestra inclinación natural de amar a Dios permite a nuestros amigos y enemigos saber que pertenecemos a EL, quien desea mantenernos unidos bajo la “obediencia del amor”.

Esta obediencia del amor consagra nuestro corazón al amor y al servicio de Dios. Jesús es el modelo a seguir. Cuando nosotros depositamos todos nuestros deseos en manos de Dios, estamos permitiendo que sea EL quien nos forme y moldee. Ese tipo de obediencia no necesita de amenazas, ni recompensas, de mandamientos, ni de ley, para despertar en nosotros. Se anticipa a todas estas cosas ya que se entrega libremente a Dios. Con sumo amor se da a la tarea de llevar a cabo todo lo que contribuya a la unión de nuestro corazón con EL, y emprende dicha travesía con naturalidad.

Algunas veces nuestro Señor nos urge a que corramos a toda velocidad para cumplir con las tareas a nuestro cargo. De pronto nos hace detenernos a mitad de la carrera, cuando más afianzados nos sentíamos en nuestro recorrido. Aún cuando debemos hacer todo lo posible por llevar a buen término la obra de Dios, debemos también acoger los resultados con tranquilidad. Nuestra obligación es sembrar y regar cuidadosamente, pero el crecimiento pertenece exclusivamente a Dios.

No obstante, del mismo modo en que una dulce madre guía a sus pequeños hijos, les ayuda, y los sostiene en la medida en que ella ve la necesidad de hacerlo, nuestro Salvador también nos carga, y nos toma de la mano cuando nos enfrentamos a dificultades insoportables. Disfrutemos entonces de la serenidad de corazón, adoptando la obediencia del amor que nos une a Dios, a quien pertenecemos.

(Adaptación tomada de la obra de San Francisco de Sales, en particular el Tratado Sobre el Amor de Dios)