Vigesimotercer Domingo en el Tiempo Ordinario (16 de septiembre de 2018)

Vigesimotercer Domingo en el Tiempo Ordinario (16 de septiembre de 2018)

En el Evangelio de hoy experimentamos a Dios a través de Jesús quien, en el momento en que devolvió el oído al sordo, avivó la esperanza de un Nuevo Mundo para la familia humana. Al respecto, San Francisco de Sales hace el siguiente comentario:

La esperanza es como una flecha que se eleva a alta velocidad hasta las puertas del Cielo, pero no puede entrar ya que es una virtud exclusivamente terrenal. La esperanza es posible porque Dios infunde en nuestros corazones la aspiración a la vida eterna, al mismo tiempo que nos asegura que podremos alcanzarla. Dios contribuye a que la esperanza germine en nuestros corazones a través de las múltiples promesas hechas en las Escrituras. El hecho de que Él nos garantice que tendremos la oportunidad de lograr una vida de dicha eterna, es algo que fortalece nuestros deseos y trae sosiego a nuestro corazón. Ese sosiego es la raíz de la virtud a la que llamamos esperanza. Llenos de confianza en la fe, que nos dice que podremos disfrutar la realización de las promesas que Dios nos ha hecho, esperamos con paciencia y esperanzados, al mismo tiempo que vamos creciendo en el amor de Dios por nosotros y por los demás.

Aún cuando la esperanza y las expectativas producen dicha en nuestro corazón, también puede llegar generar tristezas en las almas fervorosas; ya que al darnos cuenta que no hemos logrado convertirnos en los santos que anhelábamos ser, con frecuencia nos desanimamos y desistimos en la búsqueda de la virtud que nos lleva a alcanzar la santidad. Tengan paciencia, dejen a un lado esa preocupación ansiosa por su propio bienestar y no teman, nada les hará falta.

No hay necesidad de afanarnos tanto. Debemos emplear los medios que tenemos a nuestra disposición, de acuerdo a nuestra vocación, y permanecer en paz. Debemos continuar por la senda llenos de fervor, pero con tranquilidad, con sumo cuidado, pero a la vez con firmeza. Esto quiere decir que debemos creer más en la Divina Providencia que en nuestras propias obras. Cuando toda ayuda humana nos falle, Dios se hará cargo y cuidará de nosotros. Tenemos a Dios que es nuestro Todo. Confiemos en Él, y con el tiempo Él nos ayudará a ser santos. Porque Dios, bajo cuya guía nos hemos embarcado en este recorrido, siempre estará atento para proveernos todo lo que sea necesario para que podamos alcanzar la perfección. Decidámonos a vivir bien, y de acuerdo a nuestra vocación: con paciencia, gentileza, y sencillez. Porque no ha existido jamás alguien que haya depositado su confianza en la Bondad y la Providencia de Dios y que haya sido defraudado.

(Adaptación de los escritos de San Francisco de Sales)