TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR (6 de agosto de 2017)

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR (6 de agosto de 2017)

“Él se transfiguró ante sus ojos y sus vestimentas se volvieron de un blanco resplandeciente, más blancas de lo que cualquier blanqueador pudiera hacerlas”.

Algo extraordinario sucedió en esa montaña.

Consideren la posibilidad de que no fue Jesús quien cambió sino que fueron Pedro, Santiago y Juan los que tuvieron una transformación. Imaginen que este relato del Evangelio de Marcos documenta la experiencia de Pedro, Santiago y Juan cuando se les abrieron los ojos; su visión se amplió y esto les permitió ver sin impedimentos la luz deslumbrante del amor de Jesús emanando de cada fibra de su ser.

Ciertamente, cada día de la vida de Jesús algo de ese extraordinario resplandor, esa extraordinaria pasión y esa extraordinaria gloria le fueron revelados a personas de todas las edades, en todas las etapas y estados de la vida. Los pastores y los reyes magos lo vieron; los ancianos en el templo lo vieron; los huéspedes en un banquete de bodas lo vieron; una mujer que fue descubierta cometiendo adulterio lo vio; un niño poseído por demonios lo vio; un hombre que nació ciego lo vio; un ladrón bueno lo vio.

Si tantas otras personas pudieron reconocer la gloria de Jesús en una palabra, una mirada, un contacto, ¿por qué Pedro, Santiago y Juan tuvieron que hacer un esfuerzo adicional para poder verla? Quizás porque eran tan cercanos a Jesús; quizás porque estaban con él todos los días; quizás porque, de cierto modo, ellos la habían dado por hecho.

Y nosotros, ¿reconocemos la existencia de esa misma gloria divina en nosotros, en los demás, en la creación, e incluso en las experiencias diarias más simples y mundanas de justicia, verdad, sanación, perdón, reconciliación y compasión?

¿O la damos por hecho?

San Francisco de Sales veía la Transfiguración como un “atisbo del cielo”. Podemos desarrollar nuestra capacidad, por medio de la calidad de nuestras vidas, para hacer que ese "atisbo del cielo" sea más visible y disponible a los ojos –y en las vidas– de otros. Que Dios nos ayude a reconocer las cosas excepcionales que ocurren todos los días en nuestras vidas... y en las vidas de los demás.